miércoles, 4 de julio de 2012

CASERITA... ¿ME COMPRA UNOS TOMATES?




 Si, ya sé que estamos en Riobamba, Ecuador, en medio de los Andes, y que esto se parece bien poquito a Cartagena… De hecho, parece mentira que estemos geográficamente tan “cerca” porque uno tiene más bien la sensación de encontrarse en otro planeta. Pero el espíritu de este blog es el mismo, y por eso el nombre permanece. 

Éste, en el que estoy ahora, es sin duda un planeta indígena, en conflicto con la sociedad mestiza que le rodea, y en conflicto permanente consigo mismo. A diario chocan las costumbres de unos y otros, en esta “urbe” que de ciudad apenas puede presumir ya, más que por la belleza de sus edificios en el centro histórico. Riobamba, “Sultana de los Andes”, primera capital del país, tuvo que abrir sus puertas a los miles de indígenas que, sin tierras cultivables o empleo en las antiguas haciendas, necesitaban ganarse el sustento de la forma que fuera: como estibadores, vendiendo cualquier clase de animal, lo que fuera....
Así han ido pasando los años, y es normal que un señor con corbata y iphone se cruce por el camino con una anciana indígena paseando dos cerdos para intentar venderlos en algún mercado. 
Muy cerca de donde vivo se encuentra uno de estos mercados, activo toda la semana, pero especialmente los sábados, en los que uno no puede ni plantearse comprar un kilo de tomates (un dólar de tomates, mejor dicho porque aquí la medida es el precio), a riesgo de ser pisado, hurtado, o sufrir una zancadilla de un pato, por ejemplo. Se trata del mercado de San Alfonso. 
La foto la tomé ayer, a eso de la una de la tarde. Estaba yo comprando dólar y medio de claveles cuando una vocecita de pitufo, casi inaudible se dirigió a mí: "Caserita, cómpreme unos tomates...". 
Miro a mi alrededor, no veo a nadie. 
Tuve que bajar bastante la vista para identificar a mi interlocutora. 
Lamentablemente una ya se acostumbra a ver niños vendiendo, limpiando zapatos, alguna vez he intentado hablar con ellos, saber un poco más del porqué están allí, si les mandan sus padres, qué hacen con el dinero que ganan, si van a la escuela...  No suelen decir mucho, supongo que por prudencia, en el fondo, saben que lo que hacen es ilegal. 
En este caso, la niña no era diferente. No hablaba demasiado. Me dijo su nombre, Paola y su edad: 7. 
La vendedora de flores me indicaba que estos días San Alfonso se estaba llenando de "guaguas" (niños, del kichwa "wawa"), porque están de vacaciones en el colegio, así que vienen sólos o con sus madres, a apoyarles en el negocio...  Conseguí que me acompañara, junto con su amiguita, a comprarles un yogur y un zumo, y después le pedí que me llevara donde estaba su madre. 
La madre, con otras señoras, venía evidentemente de alguna comunidad rural. En un gesto muy típico de aquí, estaba sentada sacando habas de sus vainas, para venderlas luego. No sé cuántos gramos pesará un dolar de habas, nunca compro... 
Le pregunté ¿esta niña es suya? Me dijo que sí, y cuando le recriminaba el hecho de tener vendiendo a una niña tan chica, a la que no podía siquiera controlar con la vista porque se encontraba en la otra punta del mercado, me ponía cara de no entender. 
"Esta niña debería estar jugando, no vendiendo tomates" . La madre sonreía, pero no decía palabra. La niña me miraba seria y pude ver sus manitas, negras como el carbón. Exactamente esas manitas sucias que causan luego tantas y tantas enfermedades gastrointestinales que en ocasiones suponen la muerte de un niño, si se encuentra en su comunidad rural y los padres no piensan ni por un momento en llevarle a un hospital. 
Son muchas las iniciativas que se han lanzado desde el Gobierno, sobre todo a través del Ministerio de Inclusión Económica y Social, pero es evidente que aún queda mucho por hacer. 
Y lo que queda es lo más difícil:  concienciar, a toda una sociedad, anclada en sus costumbres ancestrales (algunas muy loables y dignas de ser aprendidas por los no indígenas, otras, como esta, no tanto...) del verdadero valor que tiene un niño, más allá de su potencial como mano de obra barata. Cambiar esta visión por la de "un niño es un tesoro, y como tal lo debes cuidar" no se consigue de un día para otro. 
Mientras tanto, cientos de niños, tan jóvenes como Paola, siguen llegando a los mercados, venden chicles por la calle o limpian botas, manchados de betún hasta las pestañas, sin que nadie parezca conmoverse demasiado por ello. 
Por eso, desde Mundo Cooperante, intentamos buscar financiación para que nos ayuden a concienciar a estas madres, a toda su comunidad, a explicarles cómo están condenando a sus menores, y por tanto, al futuro de su sociedad, de sus tradiciones, a un final cada vez más cercano y más triste. 
Pero no basta con eso, porque estos niños trabajan en una ciudad donde también habitan numerosos mestizos, gente "civilizada" que debería también alzar su voz y defender lo que es justo. Defender a estos niños indígenas que son también parte de su "Sultana de los Andes" y que tendrían mucho que aportar en unos años si se les permite crecer y desarrollarse en un ambiente más tolerante, más solidario, más humano. 

Son realidades demasiado lejanas para algunos, y tan cercanas para otros, que ya no les llaman la atención. 

Yo no me cansaré de repetirlo. En Cartagena, en Riobamba, o en Shangai: UN NIÑO ES UN TESORO.